Fuimos por fuentes, inventamos bálsamos, prometimos elixir tras el elixir, y al final, como en toda buena tragedia, la clave pudo haber estado no en la búsqueda de más, sino en la sabiduría del menos.
Hoy, los científicos más serios —aquellos que no visten batas de charlatán, venden jugos mágicos o sanan con las manos— comienzan a confirmar lo que las culturas más antiguas ya sabían de manera empírica: comer poco, comer bien, y a veces no comer en absoluto, puede ser el camino más directo hacia una vida más larga y, lo que es aún más valioso, más lúcida y saludable.
El fenómeno no es meramente anecdótico. Alrededor del mundo, en enclaves tan distantes como Okinawa —Japón—, Cerdeña —Italia—, o Nicoya —Costa Rica—, existen territorios donde la esperanza de vida supera con creces el promedio mundial. Son las llamadas «zonas azules»: regiones que desafían la fugacidad humana con una centenaria sencillez desconcertante. Gente que camina todos los días, que come vegetales de su propio huerto, que cena poco y a las seis de la tarde, que conversa, que duerme. Gente que no conoce lo que es el estrés, ni el algoritmo que les dice qué ansiedad consumir. En esos rincones, la vejez no es decadencia, es plenitud.
Pero no basta con observar para entender su secreto. La ciencia, en su lenguaje de enzimas y proteínas, empieza a dar razón de lo que el sentido común ancestral ya sospechaba. En nuestro cuerpo, el estrés no siempre es enemigo. Hay un tipo de tensión, sutil y calculada, que estimula las defensas más profundas del organismo. Se llama estrés metabólico moderado, y ocurre cuando privamos al cuerpo —momentáneamente— del confort alimenticio. Es entonces cuando se activa una danza silenciosa: las células limpian sus entrañas, desechan lo inservible, reciclan lo dañado. A este proceso se le conoce como autofagia, una especie de purga interior que rejuvenece desde dentro.
Al evitar el festín constante, el cuerpo recuerda cómo sobrevivir. Al no entregarse a la abundancia, se vuelve más sabio. Y así, ayunar —de manera controlada, periódica— no solo es un acto de voluntad, sino una terapia de largo aliento. Ayunar es, en cierto modo, escuchar al cuerpo antes de que grite.
Y sin embargo, qué contradictoria es a la época que habitamos. Porque si alguna victoria puede presumir la modernidad, es la de haber democratizado la comida hasta límites grotescos. Hoy, cualquiera con un teléfono —y una cantidad moderada de dinero— puede ordenar y tener sushi, birria, pastelillos y alitas con sabor mango-habanero en menos de veinte minutos. Hoy, comemos mejor, más abundante, con más frecuencia y lujo que el rey Luis XIV. Nos damos lujos sin nombre. Tenemos bufets y platillos que harían sonrojar a cualquier emperador de la historia.
Comer se ha vuelto un espectáculo, un entretenimiento, una identidad. Se graban videos para mostrar la reacción ante una hamburguesa con siete pisos de tocino y queso. Se hacen peregrinaciones para probar tal taco, tal salsa, tal cosa. Hay quienes han probado más tipos de postres que libros han leído. Y en ese exceso vamos perdiendo no solo la cintura, sino la claridad.
¿Dónde quedó la frontera entre el placer y la trampa? ¿Cuándo fue que la abundancia dejó de ser un triunfo y se convirtió en una amenaza? Porque el cuerpo, sabio y milenario, no se ha actualizado al ritmo de nuestras glotonerías. Sigue pidiendo descanso. Sigue necesitando pausa. Pero nosotros le damos snack tras snack, caloría tras caloría, sin dejarlo respirar.
Y así llegamos a este dilema histórico. Nunca antes la humanidad había podido comer tanto, tan rápido, tan barato, tan espectacularmente. Hemos vencido al hambre, sí, de manera general y con inmensos problemas de distribución, pero parece que en el proceso nos hemos empachado de presente. Porque hoy sabemos, como lo supimos hace milenios, que no solo de pan vive el hombre… y, sin embargo, parece que nuestro propio pan nos está quitando la vida que prometía alimentar.
Fuente: INTOLERANCIA.
[Regresar a la página principal] |