En su carácter de comandante supremo de las fuerzas armadas, AMLO no pudo o no quiso terminar de resquebrajar la omertà castrense y el cepo de la impunidad y la mentira en relación con la detención-desaparición de los 43 estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa los días 26 y 27 de septiembre de 2014. En la primera variable, igual que el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) y la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia (Covaj), él también se topó con la secrecía de la cúpula militar de la Sedena, regida por una férrea disciplina y verticalidad de mando, según lo cual, el generalato −con el secretario Luis Cresencio Sandoval a la cabeza− habría cometido insubordinación y/o desobediencia, al incurrir en el ocultamiento sistemático de información clave, pese a la orden directa del mandatario, en su calidad de comandante supremo de las fuerzas armadas, de que se abrieran todos los archivos relacionados con el caso.
En la segunda, sea por la razón de Estado para prevenir un mal mayor, la defensa del Ejército como una institución fundamental del Estado o la utilización de la corporación castrense como herramienta para imponer la hegemonía ideológica y construir la infraestructura de los megaproyectos extractivistas de la Cuarta Transformación, López Obrador habría incurrido en la práctica maquiavélica que sus antecesores civiles en la Presidencia; lo que confirmaría −con sus asegunes y variables−, que de Gustavo Díaz Ordaz a la fecha todos los mandatarios mexicanos son iguales.
La pregunta ¿dónde están? sigue resonando en México 10 años después del crimen de Estado. Pero el insumo básico para saber lo que pasó, completar la verdad sobre las desapariciones forzadas y cerrar el duelo de los familiares, es la información, que perdura y está escrita. No obstante, hasta ahora, pese a la renovada doctrina de las fuerzas armadas adecuada a los nuevos aires progresistas del obradorismo, la información ha sido parcialmente negada por el código de silencio y complicidades del generalato, que sigue los lineamientos del Decreto noche y niebla de la Alemania nazi de hacer desaparecer a los desafectos al régimen sin dejar rastro sobre su paradero y destino, para paralizar por el terror y la tortura síquica a los familiares y la población.
El ocultamiento de información medular (limited hangout, según la expresión favorita de los profesionales de la clandestinidad) tiene que ver con la documentación de la inteligencia militar, servicio clave en la planificación e interacción operativa entre organismos de las distintas fuerzas. En rigor, los archivos castrenses se atienen al funcionamiento de la corporación (cadena de mando, el dictado de órdenes y su ejecución), lo que requiere la elaboración de documentos (partes, informes, memorandos, fichas, etcétera), que fluyen a lo largo de la estructura y dan cuenta de la designación de objetivos y la distribución de responsabilidades con nombre y apellido, y esquemas de ejecución (seguimientos, vigilancia, detenciones, allanamientos) con cronogramas detallados; también los informes sobre resultados.
A raíz de órdenes presidenciales de que se abrieran los archivos del Ejército a los investigadores del GIEI y la Covaj, se obtuvieron videos (incluso de la Marina y el Cisen, la inteligencia civil) y partes de textos de documentos transcritos por los sistemas de inteligencia de los batallones 27, 41 y 50, de la 35 Zona Militar y de la región Central México DN-1, que abastecía al secretario de Defensa y el alto mando. Esa información permitió constatar al ex subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas (entonces al frente de la Covaj), y a Ángela Buitrago, del GIEI, que debido a la estrategia de contrainsurgencia del Ejército (que catalogaba a los estudiantes de Ayotzinapa como de alto riesgo, realizaba interferencias telefónicas y tenía infiltrada a la normal con militares encubiertos, uno de los cuales figura entre los 43 desaparecidos), distintas estructuras de inteligencia del Estado mexicano pudieron monitorear en tiempo real lo ocurrido hace 10 años.
Buitrago y organizaciones humanitarias, como el Centro Prodh, Tlachinollan y Serapaz, señalaron que no es verdad −como aseguró López Obrador−, que las fuerzas armadas hayan entregado toda la información que le han requerido. Aún están pendientes, entre otros, los reportes generados en 2014 por el Centro Regional de Fusión de Inteligencia (CRFI) de Iguala; la información producida por la infiltración de militares encubiertos en la normal, así como 800 folios que podrían revelar qué y cómo se enteraron de los hechos la noche de Iguala y días posteriores, y qué ordenaron y hasta dónde lo ordenaron los secretarios de Defensa y Marina de la época, general Salvador Cienfuegos y Vidal F. Soberón; incluidas las operaciones de contrainteligencia, decepción o engaño para minimizar o neutralizar los hallazgos del GIEI y la Covaj, y blindar información cuyo contenido podría ser relevante para entender el contexto criminal en el que se dio la detención-desaparición de los normalistas. (Cabe agregar la secrecía que rodea las actividades del Centro Militar de Inteligencia [CMI], usado para espiar disidentes y recolectar información por medios ilegales como el software Pegasus.)
La revelación de la verdad sobre los crímenes de Iguala, exhibiría la existencia de un Estado profundo (deep state) permanente en México, y con ello −como diagnosticaron los nazis−, anularía la estrategia de inocular terror paralizante en la población, deslegitimando, a la vez, al Estado mismo. La no revelación del paradero de los 43 detenidos-desaparecidos es una regla sacrosanta de esa estrategia –tanto como la omertà castrense–, y no debe ser violada. Queda abierta la pregunta de si el compromiso de AMLO con los padres de los 43 al inicio de su mandato fue sincero, o se trató de una estrategia de disimulo y simulación, en un país donde el ejercicio de esas dos artes es práctica cultural común. Porque de haber querido encontrar a los muchachos, el comandante supremo de las fuerzas armadas sólo tenía que preguntarles a los generales; ellos saben.
Fuente: La Jornada.
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