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Mientras el balón rueda, nadie recuerda las fosas clandestinas, ni el nombre de los periodistas silenciados cuyo único delito fue querer arrancarle una verdad a la mentira. El entretenimiento es el muro que ahoga los gritos, la almohada que sofoca la indignación. Es más fácil llenar el vientre con promesas y el espíritu con partidos que llenar de justicia los expedientes de los desaparecidos. La alegría programada es el telón que esconde la función macabra.
Y en este carnaval de espejismos, el mérito es una reliquia de un cuento que ya nadie lee. De qué sirve la preparación, los años de estudio, la pasión por el conocimiento, si el camino está bloqueado por el compadrazgo, esa red invisible que atrapa los mejores puestos para los más ineptos. El país de las maravillas funciona con palancas, no con capacidades. Se premia la lealtad, no la inteligencia; la sumisión, no el talento. Así, los ignorantes ostentan cargos como trofeos, mientras los verdaderamente capaces son condenados a la frustración. Es una estrategia calculada: un pueblo sin educación crítica es un rebaño dócil. Un estudiante que no piensa, sino que solo repite, es el ciudadano perfecto. Prefieren generaciones de seres obedientes, con la mirada baja y la mente adormecida, incapaces de cuestionar el circo en el que viven.
En el palacio de cristal de este paraíso invertido, la justicia no es una dama con los ojos vendados, sino un bufón que obedece órdenes. Las carpetas de investigación no se abren para encontrar respuestas, sino para archivarlas en el mausoleo del olvido. Cada queja del pueblo, cada denuncia de injusticia, recibe el mismo tratamiento: el carpetazo solemne, un funeral silencioso para la esperanza. Y cuando la realidad amenaza con romper el hechizo, surge la cortina de humo perfecta: un escándalo fabricado, una polémica estéril que inunda las pantallas y envenena las conversaciones. Así se desvía la mirada, se confunde al espectador, se cambia la conversación urgente por el ruido vacío. El arte de gobernar se reduce al arte del ilusionista.
Mientras, en las sombras, los verdaderos reyes de este país de las maravillas operan con impunidad. El narco campea a sus anchas, porque un territorio sumido en el caos controlado es más manejable que uno ordenado. La justicia es una palabra que se pronuncia en los discursos, pero que se niega en los hechos. La corrupción no es una falla del sistema; es el sistema mismo. Se ha normalizado hasta volverse un rito de paso, un mantra cínico que todos repiten: "el que no tranza, no avanza". Y en medio de esta podredumbre glorificada, se erige la última blasfemia: dudar de la democracia de cartón que nos venden, cuestionar el fraude electoral que corroe los cimientos de la voluntad popular, te convierte en un maldito traidor a la patria. La patria, claro, de ellos.
Duele. Duele en el alma ver a esta tierra sangrante, con sus heridas abiertas adornadas con los banderines de los partidos. Duele la complicidad del silencio, la resignación comprada con una despensa o un gol. Y al final del día, cuando el espectáculo termina y solo queda el vacío, no nos queda más que brindar. Brindar por las mentiras que, de tanto repetirlas, ya saben a verdad. Brindar por este espejismo colectivo, por este sueño febril que llamamos realidad. Porque este, con su dolor, su injusticia y su farsa, es nuestro país de las maravillas. Y quizás, en el fondo de cada vaso al chocar, no sea celebración lo que resuene, sino el eco tenue de una pregunta que se niega a morir: ¿cuándo despertaremos de este sueño y empezaremos a construir el país verdadero? Un país donde el valor de una persona no sea su palanca, sino su integridad; donde la justicia no sea un lujo, sino un derecho; donde la educación no adoctrine, sino que libere. Mientras, seguimos aquí, viendo el circo, esperando a que alguien apague la música y baje las luces para que, por fin, podamos ver con claridad la habitación en la que estamos todos atrapados.
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