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Saber es ignorar
Noticia publicada a
las 01:16 am 17/05/21
Por: Juan Villoro.
Hay artistas a los que no les basta dominar un oficio y practican otro con fervor de aficionados. El ejemplo más conocido es el de Jean Auguste Dominique Ingres, pintor romántico del siglo 19 que dedicó su tiempo libre al violín. Desde entonces, un pasatiempo artístico es conocido como “el violín de Ingres”. En 1924, Man Ray fotografió la espalda desnuda de Kiki de Montparnasse -cuyo sinuoso contorno parecía trazado por un laudero-
y le agregó las hendiduras de un instrumento de cuerdas. Con ironía surrealista, bautizó el retrato como El violín de Ingres.
Desde hace décadas estoy convencido de que el “violín de Ingres” del pintor Arnaldo Coen es la narración, no solo por el vasto repertorio con que anima las conversaciones, sino porque cada una de sus historias tiene la condición feliz de una parábola. Como su colega Pedro Friedeberg, autor del muy divertido De vacaciones por la vida, Coen podría transformar su anecdotario en un libro donde la amenidad fuera una forma de la enseñanza.
En lo que afina su “violín de Ingres”, adelanto una de sus lecciones. Arnaldo es hijo del lingüista, publicista y comunicador Arrigo Coen. No se puede descartar que su pasión por la palabra, y su reticencia a servirse de ella “profesionalmente”, provengan de la egregia figura paterna. De formación autodidacta, Arrigo Coen entendió que lo más importante del conocimiento es la posibilidad de divulgarlo. Fue un espléndido maestro, tanto en el campo de la literatura como en el de la comunicación.
Don Arrigo vivió hasta los 93 años; tuvo una vejez tan fecunda que costaba trabajo imaginarlo joven. Su rostro, rematado por una impecable barba de candado, adquirió la condición ejemplar del sabio y conquistó un medio que parecía reservado a las fotogénicas virtudes de la juventud: la televisión. En forma amena y relajada, el veterano de la publicidad y de los diccionarios hablaba de los griegos como si fueran sus vecinos. En el programa Sopa de Letras, conducido por Jorge Saldaña, tuvo un éxito rotundo.
La literatura era para don Arrigo una experiencia eminentemente oral; al ingresar a la televisión no sacrificaba la obra escrita, como hizo Juan José Arreola (que solo volvería a la “escritura” al dictarle sus recuerdos a Fernando del Paso en Memoria y olvido). A pesar de que la pantalla parecía el medio natural de don Arrigo, llegó un momento en que dejó de hacer programas y se concentró en sus clases, no menos apreciadas, ante los alumnos de la SOGEM.
Con frecuencia, la gente le preguntaba por qué no volvía a la tele. Su hijo Arnaldo sonríe al llegar a esta parte del relato y hace una pausa para crear expectación antes de repetir la respuesta de su padre: “Me falta el tonto”. Don Arrigo se refería al afamado conductor del programa, Jorge Saldaña; no lo hacía en forma despectiva, sino con rendida admiración. El protagonista del aprendizaje no es el que sabe sino el que quiere saber.
En el siglo 15, el teólogo Nicolás de Cusa escribió La docta ignorancia para encomiar la insaciable búsqueda de conocimientos que jamás llega a la sabiduría de Dios. Mientras más se avanza en un campo, mayor conciencia se tiene de lo que se ignora. El impulso para seguir depende de un vacío que debe ser llenado. “Saber es ignorar”, afirma Cusa.
En nuestro tiempo, el filósofo Jacques Rancière escribió El maestro ignorante para referirse a la transmisión horizontal del conocimiento, ajena a la superioridad del pedagogo: solo enseña bien quien aprende al mismo tiempo.
En una obra de teatro, la acción se dispara por lo que un personaje ignora. Lo mismo sucede en un coloquio filosófico. Saldaña tenía la sabiduría de hacer no solo que el otro hablara, sino que lo hiciera de tal modo que resultara aleccionador. No es casual que Alejandro Jodorowsky lo invitara a conducir un debate con el público después de cada función de El juego que todos jugamos.
El relato que Coen contó con elocuencia también se aplica a la misión del periodista: debe buscar las razones de los otros y ponerse a la altura del tonto que justifica la sabiduría ajena.