Claudia Guerrero Martínez
"ENTRE LO
UTÓPICO Y LO VERDADERO"
Gilberto Nieto Aguilar
"LIBERTAD
Y EDUCACIÓN"
Martín Quitano Martínez
"ENTRE
COLUMNAS"
Evaristo Morales Huertas
"VERACRUZ
EN LA MIRA"
Luis Hernández Montalvo
"MAESTRO
Y ARTICULISTA"
César Musalem Jop
"DESDE
LAS GALIAS"
Ángeles Trigos
"AIDÓS
Q DíKE"
La mujer es lo más bello de la vida, cuidemos de ellas...
El mal uso de la democracia participativa
Noticia publicada a
las 12:55 am 21/10/19
Por: Gerardo Blanco.
Los instrumentos de la democracia participativa –revocación de mandato, referéndum, plebiscito, consulta popular, iniciativa ciudadana, entre otros–, tienen como objetivo que los ciudadanos de manera directa se involucren en la esfera pública, independientemente de las responsabilidades de nuestros representantes populares elegidos por la vía electoral.
Es decir, en el contexto actual, la democracia participativa es emergente y complementaria de la democracia representativa. El espíritu de la democracia participativa, en esencia, la encontramos en la democracia directa de la Atenas del siglo 5 a. C., donde los ciudadanos se reunían en la asamblea para decidir los asuntos importantes de la ciudad.
En su modelo contemporáneo, los primeros ejercicios participativos se produjeron en la década de los 70 del siglo 20 a través de los llamados núcleos de intervención participativa en Alemania. Sin embargo, experiencias recientes nos obligan a cuestionar el uso irresponsable y antidemocrático, por parte de los gobiernos de estos instrumentos, los cuales deben ser impulsados y aprovechados por los ciudadanos, no por los gobernantes.
El ejemplo paradigmático es el Brexit, proceso por el cual la ciudadanía del Reino Unido determinó salirse de la Unión Europea, al parecer, sin la información necesaria a la mano para tomar una decisión de tales dimensiones.
Al respecto vale preguntarnos: ¿el Gobierno puso a disposición del electorado la información indispensable para sopesar los posibles efectos políticos, económicos y sociales de una eventual salida?; ¿sabrían sobre el complejo procedimiento que implicaría encontrar un acuerdo entre la Unión Europea y el Reino Unido, y después la necesaria aprobación del mismo por el Parlamento y el Consejo Europeo, respectivamente?; ¿los electores tenían en cuenta la problemática que representaba en materia aduanera la frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda?; ¿contemplaron, para definir el sentido de su voto, el costo económico que supondría cristalizar la separación?; ¿conocían lo que implicaba una salida abrupta, forzada, sin acuerdo entre las partes?; ¿imaginaron una crisis constitucional como la que se dio por la decisión del primer ministro, Boris Johnson, al intentar suspender las actividades del Parlamento por un periodo de cinco semanas, declarada, posteriormente, inconstitucional por el Tribunal Supremo?
Algo similar ocurrió en Colombia, en 2016. Juan Manuel Santos, entonces Presidente de ese país, sometió a consideración de la ciudadanía si deberían firmarse los acuerdos de paz con la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
El resultado arrojó que el 50.2% de votantes optó por el no, mientras el 49.8% se inclinó por el sí. Más allá del resultado, el Gobierno determinó firmar los polémicos Acuerdos de La Habana, pactando una amnistía con la guerrilla.
Otro ejemplo es el referéndum separatista fallido en Cataluña, cuya tensión se ha extendido hasta estos días, con disturbios masivos y una histórica sentencia del Tribunal Supremo en contra de los líderes independentistas. Sin embargo, la crisis parece no tener fin.
México no se queda atrás. La bochornosa consulta popular que se llevó a cabo en Baja California el domingo pasado es un pésimo ejemplo de cómo no deben utilizarse los mecanismos de democracia participativa.
Sin contar con los procedimientos mínimos para garantizar la autenticidad de un ejercicio democrático, se instalaron 250 casillas –mientras en una elección constitucional se instalan más de 4 mil casillas en esa entidad– para consultar a los ciudadanos si el gobernador electo, Jaime Bonilla, debe permanecer en el cargo cinco años y no dos, periodo por el que fue elegido constitucionalmente.
Hacer una modificación al periodo del encargo después de celebrarse la elección, como pretende el impresentable de Bonilla, supone trastocar el derecho al voto ciudadano y a los principios constitucionales de certeza y de autenticidad de las elecciones.
Por si fuera poco, esta semana el Senado aprobó las figuras de revocación de mandato y consulta popular. Temas que, por espacio, abordaremos la próxima semana.