El estado de desastre que en efecto presenta la seguridad es el deplorable resultado de una genuina docena trágica; dos sexenios de obcecada guerra contra el comercio de drogas ilícitas, estrategia que tiene al país convertido en inmenso cementerio.
Una guerra que, ¡por fin!, podría, si no llegar a su término, sí al menos reducir su intensidad, como pudo atisbarse en el discurso de Andrés Manuel López Obrador al arranque de los Foros por la Pacificación y Reconciliación Nacional, en Ciudad Juárez.
En aquella ciudad el Presidente Electo pronunció una frase que puede ser su pasaporte a la historia o su epitafio en el ostracismo, cuando les pidió a los con¬currentes a esos foros expresarse con libertad y analizar todas las opciones de pacificación.
“No es que ‘esto no lo podemos tocar porque no le va a gustar a un gobierno extranjero’”, dijo, y añadió: “¡No nos importa! Si es bueno para México, ¡se va a llevar a la práctica!”.
Al escucharlo, la suspicacia brotó con naturalidad: ¿De veras?
La breve frase del Peje encierra ni más ni menos que la determinación de desatender las presiones de Estados Unidos, a cuyo gobierno —junto con la abyección de nuestros gobernante— le debemos los cerca de 200 mil muertos que en este tiempo ha costado la inútil táctica bélica.
Decidido, por lo visto, a gobernar hasta el minuto sesenta de la última hora del 30 de noviembre, el presidente Enrique Peña Nieto intentó este miércoles una audaz jugada para buscar perpetuar la guerra que heredó de Felipe Calderón y que él libra con idéntico entusiasmo.
Hasta Chicago viajaron el procurador Alberto Elías Beltrán y el subprocurador Felipe de Jesús Muñoz para anunciar, como comparsas del jefe de Operaciones de la DEA, Anthony Williams, la incorporación de México al combate, desde territorio gringo, de los cárteles mexicanos. Como quien dice, tratar de hacer desde allá lo que no se ha podido hacer acá.
Y para perifonear nuestra contribución —como si de ayuda humanitaria se tratase— al esfuerzo de frenar la epidemia de opioides que azota a Estados Unidos por cuenta no de narcos mexicanos, sino de la poderosa y electoralmente dadivosa —dígalo si no Donald Trump— industria farmacéutica gringa.
Los funcionarios dieron a conocer la creación de un equipo conjunto, cuya sede será aquella ciudad, para buscar frenar el flujo de drogas ilegales desde México. Obviamente, como en el corrido, al estilo americano: sin apartarse de la guerra diseñada por el Pentágono.
A los mexicanos, claro, la jugada nos ha sido presentada como ejemplo de cooperación bilateral, gesto amistoso aun en medio de la hostilidad comercial y hasta del odio racial, acción indispensable para atacar las finanzas del narco, contener el tráfico de armas y bla, bla, bla…
El anuncio fue hecho en momentos en que el próximo gobierno se esfuerza por definir su estrategia en el campo de la seguridad, aun mediante decisiones —la legalización de las drogas, por ejemplo— que podrían no gustarles a gobiernos extranjeros, pero son buenas para México.
Está por verse cuál será la actitud de López Obrador ante semejante maniobra de los señores de la guerra tendiente a asegurar la continuidad de sus sanguinarias políticas, a base de ponerle candados, anclas o palos en la rueda al próximo gobierno.
En su discurso al recibir del Tribunal Electoral su constancia de mayoría, el tabasqueño interpretó el mandato de quienes votaron a su favor, 53.2 por ciento del padrón.
Consiste —dijo— en evitar la violencia y “reformular la política de seguridad, hoy centrada casi exclusivamente en el uso de la fuerza a fin de construir la reconciliación nacional en el bienestar y en la justicia”.
La prueba del ácido llegó antes de lo esperado. ¿Se pondrá el futuro Jefe del Estado del mismo lado de la historia que Calderón y Peña o en la acera de enfrente?
¿Consentirá el funcionamiento de un equipo binacional conformado, como herencia maldita, a cien días de la culminación del gobierno peñista?
¿Apoyará la legalización no sólo de la mariguana y la amapola medicinal, sino de otras sustancias, única medida efectiva para eliminar, de la noche a la mañana, el inmenso poder económico del narco, y evitar la migración de éste y su eternización en el comercio de otras drogas?
La inseguridad pública es, sin duda, el problema número uno del país. Y el que deberá afrontar sin dilaciones el adalid de la Cuarta Transformación de la vida pública de México. Tanto así que ha empezado a acosarlo incluso antes de la toma de posesión.
La atmósfera ya está llena de análisis y opiniones —la mayoría con el hígado, no con cerebro y menos con el corazón— sobre las propuestas más llamativas.
De la muy razonable amnistía previo consentimiento y perdón de las víctimas, se ha dicho de todo. Desde que no puede ser componente de una política de seguridad hasta que el perdón es un concepto religioso sin cabida en un Estado laico y que no le corresponde al Estado concederlo.
De José Manuel Mireles a Isabel Miranda de Wallace, pasando por decenas de legisladores, dirigentes políticos y líderes de opinión, han descalificado sin más la propuesta, con ánimo menos de honrada discusión que de mofa.
A despecho de las reiteradas aclaraciones de miembros del futuro gobierno, diseminan la especie de que serán amnistiados aun los más desalmados matones.
¡Cómo si la totalidad de narcos fuesen de la talla de El Chapo, no decenas de millares de campesinos miserables orillados u obligados por el hambre o por mafiosos a cultivar estupefacientes! ¡Y como si Colombia no fuese prueba del valor del perdón en un proceso de pacificación!
Intelectuales y periodistas que durante años cerraron los ojos al cáncer del narco que avanzaba pierna arriba, o que cohonestaron y hasta aconsejaron la guerra sin cuartel, se burlan ahora porque Durazo dijo que el énfasis ya no estará en perseguir capos sino en atacar sus finanzas.
Soslayan que arrestar o dar de baja capos a nada conduce porque sale de circulación uno y aparecen diez sustitutos. Y, en su afán de ridiculizar la propuesta y hacer creer que los meganarcos se pasearán intocables por las calles, ocultan que atacar las finanzas es ¡exactamente lo que también se propone hacer el grupo de Chicago!
Atender la seguridad será la prioridad de López Obrador. Veremos si preferirá conservar la ponderación que de él hizo Trump como “una persona estupenda” y “todo un caballero”, o defender la soberanía nacional y terminar la guerra.
A diferencia de Calderón, quien por su precaria o nula legitimidad tuvo que gobernar a socaire del Ejército, nuestro próximo Presidente puede prescindir de la presencia en las calles de las fuerzas armadas.
aureramos@cronica.com.mx
Fuente: Crónica.
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