Más extraño aún si se toma en cuenta que en la última encuesta del INEGI que habla de las preocupaciones principales de la gente, la economía y carestía de la vida salió más alta inclusive que la corrupción. ¿Por qué el silencio? Pienso que es una claudicación de la clase política tradicional en todo el mundo, que a su vez les está costando perder el poder político a manos de los candidatos más excéntricos.
Hungría es un buen punto de partida para ilustrar el punto. ¿Por qué algo que está sucediendo en Hungría debería interesar a un mexicano? Excelente pregunta. En materia de historia política, todas las generaciones actúan como adolescentes; así como los jóvenes de cada época creen que ellos inventaron las fiestas, las travesuras, los vicios y el amor, de la misma forma todas las generaciones tienden a analizar su circunstancia presente como si fuera un conglomerado de hechos únicos, sin precedentes, y sumamente relevantes. Viven en el error. Todo lo que nos pasa es, casi siempre, una mala copia de algo que se suscitó, de forma más elegante, en otra era. Nosotros no inventamos la corrupción, ni la honestidad: ni el institucionalismo, ni el populismo; ni las mentiras ni la verdad. Todo ello ha coexistido con la política desde el momento en que hubo un solo pollo y dos individuos hambrientos. Pero regreso. Lo que sucede en Hungría es interesante porque es parte de una tendencia, a la que podemos sumar a Rusia, Turquía, e incluso Estados Unidos: el advenimiento de un caudillismo con todos los vicios de antaño, y con el uso de las herramientas presentes. Desde hace mucho tiempo se ha hablado de los ciclos de desencanto democrático; específicamente, cuanto más dividido esté el poder, y más deba negociarse cualquier cosa, la sociedad comienza a percibir lentitud, parálisis en el movimiento de sus instituciones y, más importante, en su sensación de progreso. Eso provoca que la gente cierre filas en torno a un hombre fuerte que tenga nuevas ideas, o tan viejas que parezcan nuevas. Si en su discurso les dice a los votantes que ellos no tienen ninguna culpa de su circunstancia, aún mejor.
Así, lo que podemos entrever es un desgaste (otro más) de los sistemas democráticos pluralistas. Este es un tema sensible, porque en el paradigma discursivo actual, las instituciones dominantes han logrado monopolizar la carga ética y hasta moral, por lo que cuestionar la funcionalidad o conveniencia de cualquiera de ellas (pluralismo, minorías, deliberación, ciudadanización, gobernanza, por citar algunos del cajón de sastre de la izquierda beligerante) se topa con una barrera de reproche e intimidación; ya no es un tema de imaginación política, sino de compromiso con el bien, con lo que es moral.
Desafortunadamente para esos guerreros de la diversidad (lo dio sin mofa, creo que su causa es noble) la mayoría silenciosa, con todos sus prejuicios y resentimiento, está manifestando su voluntad en las urnas, produciendo resultados incomprensibles para las élites ilustradas de occidente. Se están haciendo del poder personas que no tienen ningún aprecio por los mecanismos democráticos, por la cesión en la negociación, por la diplomacia tradicional, ni por el decoro que exige la separación entre el patrimonio público y sus patrimonios privados.
Mi grano de arena a la discusión consiste en reiterar, porque ya se ha dicho, que el tema de fondo no se está tratando en ninguna mesa de debate de candidatos: el fracaso del modelo económico neoclásico que se impuso desde Davos a todos los países en vías de desarrollo desde los años ochenta. Sin importar las objeciones teóricas que puedan tener los dos o tres que aún defienden el capitalismo sin correa, lo cierto es que la desigualdad en la distribución de la riqueza sigue aumentando, y las banderas asociadas con ese modelo neoliberal están perdiendo legitimidad por asociación: la globalización, el libre mercado, el cosmopolitismo, todo lo que se defiende con fervor en foros internacionales, las críticas desesperadas a las atípicas declaraciones de Donald Trump; en suma, el discurso progresista y liberal, está topándose con el desencanto del ciudadano de a pie hacia un tratamiento de décadas que resultó costoso, dolorosísimo e ineficaz.
Siento un poco de tristeza por los equipos de campaña que no saben cómo bajarle puntos al candidato puntero. Como si el problema fuera uno de creatividad, novedad o facilidad para el escándalo. Creo también que quienes ven en los debates presidenciales algo más que un espectáculo de domingo, terminarán perplejos, como todos los académicos hípsters, de la inamovilidad de las tendencias. Creo que la mayoría de los votantes (incluyendo a los famosos indecisos) forjaron su intención de voto mucho antes de que iniciaran las campañas. De hecho, comenzaron a decidirlo hacia quien represente la opción más anti sistémica, más disruptora, desde hace 20 años, algunos siendo niños, cuando se daban cuenta de que las decisiones que más impacto tenían en su vida, las de su bienestar familiar y personal, se tomaban en lejanas torres de marfil, en Washington y Bruselas. Cuando se les presenta una opción cuyo único mérito, pero importante, consiste en no haber tenido su turno en la alternancia partidista. Este sentimiento en favor de un nuevo caudillismo nacionalista, gritón, está esparciéndose con rapidez por todo el mundo. Si los neoliberales cosmopolitas quieren rescatar algo de su influencia o legado, deberán hacer algo mejor que ofrecer más de lo mismo, porque no hay que ser economista para darse cuenta de que nada les ha salido bien, y los daños colaterales somos todos.
Fuente: Sdpnoticias.com
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